Soy inocente y crédula hasta la extenuación.
He de reconocer que son rasgos poco útiles en una sociedad como la
actual. Pero no los cambio por nada. Sobre todo, cuando me enfrento a
la lectura de un tebeo.
En
ocasiones, lo confieso, ni me fijo en quién ha trazado los dibujos o
dado forma al guión, ni le doy la tan frecuente vuelta al volumen
para ver qué pone detrás, adentrándome completamente virgen entre
sus páginas. Digamos que es una forma con la que potencio al máximo
mis ya elevados de por sí niveles de asombro.
Y
vaya si me asombran algunos tebeos.
Si
hay una característica inherente al ser humano, esa es la de contar
historias. Mejor o peor, todos podemos hilar palabras conformando
relatos más o menos creíbles, mejor o peor formados. Pero le pese a
quien le pese, lo cierto es que no todos estamos capacitados de igual
forma para contarlas porque mantener la atención del oyente o del
lector es toda una virtud. Una de las grandezas de un autor radica
precisamente en crear un envoltorio apetecible para las historias que
quiere contar, de tal forma que el receptor quede fascinado. Da igual
que te confiese algo tan prosaico como su menú en la hora del
almuerzo, como que te esté relatando la odisea del exilio de sus
antepasados. Si ha conseguido que el lector no despegue la vista de
sus viñetas, entonces es que ha realizado un magnífico trabajo.
Y
vaya si Sonny Liew lo consigue.
No
podía imaginarme que la historia de Singapur conducida por la
historia personal de un completo desconocido para mí resultara tan
atractiva.
El devenir histórico de Singapur del siglo XIX discurre
paralelo al propio de Charlie Chan Hock Chye, una gran figura del
tebeo asiático ignorado por el resto del mundo que, lápices en
mano, se dedicó a antropomorfizar animales de acuerdo a diferentes razas y pensamientos políticos (anteponiéndose a Maus), idear superhéroes dignos de la
factoria Marvel o DC, como Roachman, una suerte de Peter Parker que
limpia letrinas y al que transfiere sus poderes una cucaracha
radioactiva al pegarle un bocado (anticipándose, por cierto, a la
idea de Stan Lee) y cargar las tintas contra los dirigentes mediante
distopías cargadas de crítica social y política. Brillante como
discurren todos los recursos con los que Liew construye un fidedigno
reflejo de un país, de forma tan amena, además. El esquema
narrativo es impecable: artísticamente hablando hay que ver qué
forma de lucirse, cómo utilizando apartes, inserciones de tiras,
esbozos, recopilaciones de dibujos, recortes de prensa,
reproducciones de pinturas, cronologías, humor, historia y guiños,
da forma a un tebeo de 10.
Vaya homenaje al noveno arte.
Liew
consigue que te integres tanto en las viñetas y te metas en la
historia que, al cerrar las páginas del tebeo y tratar de dilucidar
lo que acabas de leer, lo último que esperas es que cualquier
parecido con la realidad sea pura coincidencia.
No
hay nada como acudir al señor Google para que te confirme lo que ya
intuyes. Vaya que si eres
pánfila.
Pero
oye, lo a gusto que te has
dejado engañar.
EL
ARTE DE CHARLIE CHAN HOCK CHYE, de Sonny Liew. DIBBUKS.
Comentarios
Publicar un comentario